Un artículo de Óscar Ibañez
Lo estábais esperando, lo sé. Pues aquí lo tenéis, a petición popular, la esperada continuación del extenso post de nuestro Guest Blogger, Óscar Ibañez, autor de obras maestras como la colección de prosa poética Solyluna, hoy tristemente desaparecida, y el elegíaco mail «Quiero ser como Caponato», dedicado expresamente a este su seguro servidor, el señor Yentelman (mejor no preguntéis…). Además de la primera nota discordante que ha dado lugar a un intenso debate (y que espero que continúe), también he recibido hoy un comentario por parte de un lector que expresaba algo parecido a «¿Cómo? ¿Que al final son tres partes? Sois unos cabrones, pensaba que eran dos, nos ponéis la miel en los labios y vais alargando la cosa…»; en fin, con esto os podéis hacer a la idea del impacto que este artículo original ha tenido. Y es que cuando alguien, un insider, se atreve a contar verdades desde un punto de vista privilegiado como es el de nuestro autor invitado, es cuando uno se da cuenta de las grandes mentiras en las que vivimos a veces… y también cuando salta la polémica.
Así que, sin más preámbulos, la segunda parte de El Bilingüismo o la Filosofía de lo Fácil. Esperemos que la entrega final no se haga tanto de rogar.
Permitidme que ilustre esta concepción cómoda y simplista del aprendizaje de un idioma con una pequeña anécdota de hace algunos años, cuando impartía clases de Inglés técnico para Ingeniería.
Cierto día, finalizados ya los exámenes finales, y en pleno periodo de revisión de notas, se presentó un alumno en mi despacho al que no había visto la cara en todo el curso. Desde luego, no había pisado ni una sola de mis clases, ni tampoco había aparecido en mis horas de tutoría. Esto podría no significar mucho: hay docenas de alumnos que estudian y trabajan al mismo tiempo y a los que les resulta imposible cursar las asignaturas de forma presencial. Son éstos alumnos cuyo trabajo es especialmente meritorio y cuentan, sin excepción, con todo mi respeto. Sin embargo, cuando comenzamos a revisar su examen, calificado -generosamente- con un tres, comprobé inmediatamente que este muchacho era uno de tantos alumnos que no habían tocado la asignatura en todo el curso… Me atrevería incluso a decir, basándome en esa intuición del profesor que conoce bien su asignatura, y mejor a sus alumnos, que éste en concreto no había llegado a abrir el manual con el que trabajábamos, eso suponiendo que lo hubiera comprado…
Dediqué al menos veinte minutos a exponer al alumno los errores que había cometido. Se trataba de un examen de 8 páginas y tres horas de duración en el que el único ejercicio que había superado correctamente era el listening. Era éste el apartado que siempre trataba de hacer más accesible en mis exámenes, consciente de que no todos los alumnos se habían podido permitir una estancia en un país de habla inglesa y del desigual punto de partida que ello generaba. Todos los ejercicios que tenían que ver con el vocabulario técnico estaban en blanco. Los ejercicios de gramática presentaban los errores comunes de alguien poco acostumbrado a usar el inglés escrito, especialmente los registros más formales y los tiempos, estructuras y conectores que en ellos se utilizan. Mientras revisábamos estos ejercicios, totalmente objetivos en cuanto a su corrección y puntuación, el alumno guardó un silencio sepulcral. Sin embargo, al final de la prueba, los alumnos tenían que redactar un pequeño escrito, de no más de 600 palabras, a modo de informe sobre la viabilidad técnica y económica de la construcción de un puente que cruzara el estrecho de Gibraltar, en función de una serie de datos con los que contaban. Pues bien: el texto que había redactado este alumno carecía totalmente de una estructura coherente. No aportaba más lenguaje técnico que el que aparecía en los datos que les daba. Pero lo que más estropeaba la calidad del texto es que presentaba un inglés muy pobre, que denotaba una importantísima carencia en cuanto al conocimiento de vocabulario, conectores y alternativas a tiempos verbales; el registro que utilizaba era a menudo coloquial y en ocasiones con expresiones que rayaban en el slang. Cuando terminé de explicar todo esto al alumno, con la intención de hacerle comprender los motivos por los que había obtenido una nota tan baja en aquel ejercicio, éste me regaló las siguientes palabras (me permito reproducirlas literalmente ya que creo que nunca las olvidaré): “¡Pero tío! ¡Qué me estas contando! ¡Si me he tirado un año viviendo en Reino Unido!».
La experiencia y la edad te enseñan muchas cosas y una de ellas es que una posición de autoridad conlleva necesariamente cierta superioridad moral y emocional. Así que me guardé para mí la contestación que estalló en mi interior (también me la guardaré ahora) y traté de nuevo de hacer comprender al alumno que el Inglés que había aprendido en su estancia en Londres, trabajando en un restaurante italiano, tenía muy poco que ver con el necesario para manejarse en un ámbito técnico y mucho menos con el ESP del entorno de la Ingeniería. También recalqué en repetidas ocasiones que en mi asignatura, como en cualquier otra, era necesario estudiar para aprobar, y le animé a preparar la asignatura para septiembre apuntando que con su base de inglés oral ya tenía parte del trabajo hecho. Tras varios «Es que no lo entiendo, no lo entiendo…» por su parte y varios encogimientos de hombros por la mía, el alumno salió cabizbajo y arrastrando los pies de mi despacho. Llegué a creer, sinceramente, que no lo entendía. Hasta que se presentó en mi despacho por segunda vez…
«¿Se puede?» Allí estaba otra vez, asomando la cabeza por el quicio de la puerta. Una sonrisa complaciente de «hagamos las paces» en los labios. Quería ver el examen otra vez. «Sin problema». Esta vez me ahorré los comentarios y le dejé navegar por el examen mientras fingía trabajar en mi ordenador. Por el rabillo del ojo comprobé que había pasado directamente a la redacción. La leyó con detenimiento. «Es que hay una cosa que no entiendo», me dijo. «¿Por qué está tan mal? iSi no hay casi rojo!». Al chaval, al menos, había que concederle cierta inteligencia: había repasado todas las preguntas del examen y se había dado cuenta de que la única en la que había algo que rascar era la redacción, y que si conseguía una nota alta podría incluso llegar a conseguir una calificación cercana al cinco con la que pedir clemencia. Cargado de paciencia volví a repasar toda la pregunta, rodeando en rojo esta vez los términos que se salían de un registro culto y técnico, las estructuras poco adecuadas; también escribí en rojo los sinónimos que otorgaban al texto mayor exactitud. Cuando acabé, el texto estaba plagado de rojo. Ahogué en mi garganta un «¡Ahí lo tienes, cabrón! ¿Quieres más rojo?» por aquello que dije antes de la superioridad moral y lo largué de mi despacho alegando que tenía trabajo y con un (reconozco que vengativo) «nos vemos en septiembre».
No nos vimos en septiembre. Nos vimos tres días después, pasado el fin de semana, cuando me lo encontré sentado en el suelo junto a la puerta del despacho. No hubo sonrisas ni palabras amables esta vez. Ni siquiera le permití pasar adentro. Él manifestó que seguía sin estar de acuerdo. Le dije que esa era su nota y no pensaba cambiarla, y que podía pedir una revisión formal de su nota al Decano. Se fue con un escueto «Muy bien». Dos semanas después recibí, por correo interno, la notificación del Decano de que se había solicitado una revisión formal de uno de mis exámenes. La revisión la llevarían a cabo otros profesores del departamento y se me notificaría el resultado. Al final resultó que el chaval tenía razón y que aquella calificación no era la que se merecía: Junto al nombre y apellidos del alumno, y con una notificación de fin del proceso de recurso, se adjuntaba su nueva nota definitiva, un 2,2…
Creo que, más allá de su recalcitrante insistencia y su desfachatez, había en este muchacho grandes dosis de desconcierto, y sobre todo de decepción. Creo muy probable que hubiera salido del examen convencido de iba a aprobar sobradamente; de que sus desventuras durante aquel año en la Pérfida Albión le habían granjeado el tan ansiado bilingüismo. Creo que pensó sinceramente que no necesitaba estudiar para aprobar mi examen y que gran parte de su indignación cuando atravesó por vez primera el umbral de mi despacho no era fingida. Creo que el tal Alberto, (quizá merezca al menos la dignidad de tener un nombre), era, muy a su pesar, una víctima de una forma concreta de entender la vida: la filosofía de lo fácil….
(Concluye aquí)
Genial.
Me da mucha rabia que algunas personas presuman de que, como han estado X tiempo conviviendo con una lengua, dominan esta como si fueran nativos (cuando en realidad no es así). Creo que esta actitud es irrespetuosa con aquellos que echamos horas a esto de los idiomas. Desde luego, hay personas que tienen una facilidad tremenda para aprender idiomas nuevos solo con la inmersión, pero creo que deberíamos ser un poco más humildes y objetivos cuando analizamos nuestro nivel y nuestro esfuerzo. Entenderse, no es lo mismo que dominar un idioma.
Espero con ganas la tercera parte.
Copio mi respuesta de Bloguers 🙂
Este es un error muy común, no hace tanto tuve un alumno que, pese a haber estado cerca de año y medio trabajando en Bristol, me suspendió los dos exámenes a los que se presentó. No me puso demasiadas pegas, aunque su incredulidad también era notable…
A mi me pasó también cuando terminé filología inglesa, de todas formas… como sabía inglés, pensaba que sabía traducir. Luego hice un master específico en traducción y me di cuante de cuán equivocado había estado…
La competencia comunicativa está muy bien, pero hace falta compatibilizarla con el estudio del idioma. De todas formas, esta semana pasada hice un experimento en clase y confirmé lo que ya intuía: la gran mayoría de alumnos no saben escribir bien en español, con lo que es bastante difícil que consigan aprender inglés correctamente… Si no dominan su propio idioma materno, ¿en serio esperan llegar a dominar uno extranjero?